martes, 3 de mayo de 2011

Nunca fui amigo personal de Gonzalo Rojas

En todo hombre […] hay una parte que sólo le incumbe a él y a su existencia contingente, es desconocida para los demás, muere con él. Y hay otra parte a través de la cual el individuo se aferra a una idea que se expresa a través de él con claridad meridiana, y de la cual él es el símbolo. Wilhem von Humboldt




Uso este epígrafe que sincrónicamente aparece en el libro acerca de C. G. Jung.

En contra de las apreciaciones vertidas por Gonzalo Rojas, en su entrevista pos terremoto, entre las manos que se aprietan están las de Piñera y las de Lagos. Entre los rostros están los circunspectos, los de acero que no hacen más que restar un instante a la permanencia. Ahora van los amigos, los más amigos, los admiradores de los artificios, los admiradores de las construcciones y de las conspiraciones, por ahí se deslizan los que creen tener algún dato que lo vuelva humano, que lo iguale. Que crean conocer el camino para ver las calles llenas de gentes despidiendo o buscando, voyerísticamente, un ápice de aquel hombre que está en el interior de ese cajón. Desde el terminal de buses de Chillan veo pasar el cortejo. Lo miro y de reojo veo que en la televisión hablan de matrimonios famosos, de ceremonias, de tirar la vida por la ventana. De paso me entero que hay un matrimonio importante. Ritos. Que un hecho se convierta en rito es mi forma de entrañar. Estar y sentir que todo toma una manera, un armar de piezas, de encajar las turbulencias y la mesura.

En ese cajón, como en los versos de Gonzalo, veo pasar. Los veo en el Museo de Bellas Artes, los veo tomados por sus hijos, por su nieto, por el historiador, por el abogado tirado a poeta y por los políticos; por aquel que le publicó su libro Las hermosas. Veo el cajón, pasa por mi lado y no aplaudo. Todos aplauden y no miran el cajón, se miran a ellos mismos aplaudiendo. Se ven aprobando la vida de aquel hombre que ya no es hombre, que es un cuerpo lleno de sangre. Y nuevamente al vehículo que lo lleva, de ahí al aeropuerto, y en Chillan los mismos políticos y los más y menos amigos. La Universidad de Concepción, la Universidad del Biobío. El Consejo de la Cultura. La institución sobre la institución. Y otra vez el cajón multiplicado. El cajón dolorido de repetirse. Y los ojos se vuelven lágrimas y se enrojeces con más frecuencia. Me adelanto al cortejo y camino a su lado y cruzo la plaza de Chillán, camino a paso normal. Voy dejando atrás cada uno de esos cajones rodantes con sus vivos y me acerco al del cuerpo de Gonzalo. Lo sobrepaso unos metros para refugiarme en el terminal y ver las reseñas periodísticas de la muerte del poeta en los quioscos locales. También escucho unos aislados gritos con la consigna ¡Viva el Poeta! Reconozco a algún activista poético de esos que abundan en la republica. Se aleja el cortejo, gira rumbo al cementerio y el televisor del terminal anuncia la boda del siglo.

No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,/pero no puedo ver cajones y cajones/pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto/llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver/todavía caliente la sangre en los cajones.

El 23 septiembre en el programa de Radio Universidad de Concepción El sonido de los libros recuerdan la muerte de Neruda, la vinculan con el cuadro respiratorio y la potencial muerte de Gonzalo Rojas, hacen mención al parecido de las circunstancias políticas del país. Entre mi risa y mi asombro salgo al paso y le digo al conductor que no nos mate a Gonzalo y que hay que ser más preciso con lo de las actuales circunstancias políticas. Cinco meses después accidente vascular, dos meses de agonía y se nos muere Gonzalo Rojas a los siete meses del programa radial.
A las 9 de la mañana del 25 recibo un mensaje de texto de mi amiga Viviana Diez, me cuenta del fallecimiento. Estuve sin señal, desconectado del mundo todo el fin de semana. A las 18:00 Leonidas Rubio me escribe SE NOS FUE EL GUARDIÁN DEL RELÁMPAGO... Le respondo que estoy tentado a escribir algo, pero me guardo la tentación, no sea que el caballero nos mande un relámpago y nos fulmine por hablar más de la cuenta. Leonidas escribe la primera nota y me deja la que sigue. La de él finaliza de este modo: “Así para mí, para Cecilia, para Mafalda, para Alexis, para Jorge, para Alfonso, para Marina habrá un saldo y cada cual tendrá en mente su propio epitafio, ya que él nunca supo escribir bien el suyo. Sea cual sea, que nadie mienta ahora negando que una vez lo veneramos.”

Si encontramos un sentido en realizar una nota de un tutor, de un posible mentor indirecto, se deslizan esquirlas de recuerdo, suelo citar a Rosamel, suelo decir que el recuerdo es un hueso menos en el cuerpo. Al parecer tengo un esqueleto que estimo infinito. Gonzalo Rojas es Omar Torres, mi profesor de matemática, quien me dio por recomendación leer la carta que donó Gonzalo a la Biblioteca Municipal, esa que estaba enmarcada frente al mesón de pedida, me la recomendó al ver que quería dedicarme a escribir.

Gonzalo es el señor por el que deje el viaje de fin de año con mi curso para coordinar una lectura en La Casa del Andalien, dónde el Premio Nacional de Literatura sería el invitado de honor. Se le ocurrió operarse. Su silla la dejamos vacía, con su nombre a modo de signo. Ricardo Burmeister era director de la Casa del Andalien, sitio de la lectura, y del Sanatorio Alemán dónde se internó Gonzalo. Este señor Rojas era quien pudo haber prologado mi primer libro, a sugerencia del mismo Burmeister, pero mi ansiedad de que se publicara no siguió esa senda.

Fui a lecturas en el Auditorio de Lenguas y me pareció siempre una mise en scène. Demasiado ceremonioso. Era una clase magistral. A mis 16 no estaba para clases magistrales y al parecer aún no lo estoy. Era un espectáculo de nivel. Una lectura como pocas he visto. Esas en que, a pesar de los ecos nerudianos, había algo distinto. Algo propio de Gonzalo Rojas. Sólo he visto espectáculo semejante en la voz de Jaime Quezada que de seguro debe más de algún tips al guardián del relámpago. Antología del aire era el libro que me regalaron para mi cumpleaños número diecinueve. Fue de ese libro del que mi hermano bebió. Memorizó Que se ama cuando se ama en el patético departamento del que casi se tira. Me devolvía el ejemplar de la primera edición de esa antología casi cayéndose las hojas. Luego de esa experiencia existencial-poética se hizo fanático religioso.

Me fui a vivir a Santiago y me alejé del Rojas penquista y chillanejo. Pero supe del poeta-profesor de la Universidad Andrés Bello. En Santiago vi instigar carreras de Literatura Creativa y cosas afines en distintas universidades privadas. También vi a Gonzalo como “rostro” de dicha Universidad.

El año 2000 recién asumido Ricardo Lagos dio un discurso en la Casa Central de la Universidad de Chile. Estaba Gonzalo Rojas. Durante y posterior al discurso de Lagos intercambiamos impresiones, después, ya en el coctel, lo vi solo, como desconociéndose, como un poeta que, ya sabemos, poco importa a los políticos, si no en el momento de empinarse sobre su imagen manipulada por el gabinete de turno. Por lo general me quedo observando en un punto y esperando alguna cara conocida. Fui invitado por Jaime Quezada a esa actividad, como no me acomoda saludar a tanto personaje, me quede aislado también. No recuerdo cómo fue que terminamos hablando de Concepción y de lo poco que le gustaba Santiago. Por mi parte, le decía que estaba fascinado con los libros de la Biblioteca Nacional y le conté que había un ejemplar de Bruges la Morte de Rodenbach y otro de Les Chants de Maldoror. Le interesó ese último en especial, al parecer era la primera traducción al español realizada por Ramón Gómez de la Serna. Gonzalo se retiraba a casa de su hijo. Jaime y yo nos fuimos a la Unión Chica como solíamos hacerlo en aquel tiempo en que trabajábamos en Bendita mi lengua sea, Diario íntimo de Gabriela Mistral. Costumbre que conservamos.

Hace uno días, después de la ceremonia de despedida en el Bellas Artes, al amparo de las viejas fotos de Cárdenas y de Teillier, bebimos vino y Jaime mencionó que fue en la Unión Chica donde se fraguó el Premio Nacional de Gonzalo. En la mañana, en el metro, antes de la ceremonia, Jaime recordó su viaje desde Concepción en compañía de Gonzalo Rojas al funeral de Pablo de Rokha.

El primer poema que leí de Gonzalo Rojas fue Carbón, lo leí a los 8 años en un libro de Alone, en aquella antología amarillenta sin fechar estaba la versión primigenia sin la grandilocuente estrofa que inicia Ah, minero inmortal… Viví algún tiempo en Coronel y mi abuelo fue ejecutivo de ENACAR. Algo sabía de ese mundo.

Por lo general me aprendía poemas. Mi padre me daba los textos y luego los recitaba en reuniones familiares. Los primeros fueron de Gabriela mistral. A los 9 años aprendí el primer poema largo. Lo recite en un acto escolar esos de día lunes con estrofa marcial incluida. Sonetos de la muerte, eso era poesía. Me tendía sobre los juncos y memorizaba los versos de la Mistral. La misma Mistral que tanto estimaba a Gonzalo, esa señora blanda, como sentenciaría luego, aquella que leyó La miseria del hombre desde dentro, desde la poesía, en contra de los dictámenes de la crítica.

Siempre conserve entre mis útiles cotidianos un cuaderno, registraba los versos que me gustaban junto a los míos, entre mi colección estaba La sombra es lo que el cuerpo / deja de su memoria. Del poema El sol es la única semilla de Gonzalo y de Gabriela Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, /¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna/ bajará a disputarme tu puñado de huesos! De Sonetos de la Muerte.

A través del vidrio de la carroza fúnebre veo su ataúd, justo frente al Dédalo, lo miro desde los peldaños de la entrada al Museo de Bellas Artes. Rodeado, trastierro del olvido, despedida del ruego. A veces me apego a esas imágenes, a cómo voy caminado, como muchas veces, con un libro a modo de escudo.

Compré Esquizo en la Feria del Libro de Santiago a mi vuelta de un viaje a Montevideo. Lo compre muy rápido, era tarde y venía con mi equipaje aún. Lo guardé para llevarlo de obsequio, no tenía muy claro a quién. Viajé a Buenos Aires y entre el equipaje llevaba vinos y el librote ese. Ya en Argentina conocí una de las mujeres más hermosas, a decir de Arrabal, hermosas son las mujeres inteligentes: Amalia Gieschen.

Amalia a quien robé la imagen de los paloborrachos embarazados de peces de colores de la 9 de julio. Pasamos unos días juntos. Después de una lectura en la que tomé más de la cuenta recorrí casi toda Corrientes caminando, le pedí a un florista una rosa roja, no tenía dinero para pagársela así que se la cancelé al día siguiente. Le pedí la más rustica que tuviese. Con las espinas clavándome las palmas, avancé hasta el apartamento de Amalia. Le dejé Esquizo, el que dediqué con palabras alusivas a su humedad, a sus pliegues y a sus besos. El conserje le entregó el libro y dejó la rosa anclada a su puerta. Las historias se entrelazan siempre, como texturas orgánicas que no se saben dónde comienzan, donde está el intersticio. Hay otros portales tinglados, otras puertas del recuerdo que me llevan irreductiblemente a aquellos verso de Rojas: Palabras malheridas. /No hubo tiempo/entre nosotros, nunca hay tiempo/ni distancia, todo es posible/entre dos locos que se ven a cada instante./ /Relámpago es lo que hubo esa vez de Concepción de Chile/y nada más que relámpago, figura/de lo instantáneo hubo de lo que pende el Mundo,/y eso está escrito.//La amo,/¿y qué? Soy el ciego/que ama a su ciega. Como no entender al Rojas enamorado, a ese que estaba imprecando, dando la lata, haciendo relaciones sociales y políticas, fraguando premios desde mi nacimiento, desde el año 77.

Oscuro fue su último libro. Lo demás es solo permanencia. El río turbio del 96 le devuelve el hálito, le da 15 años de vida envenenada. Cada uno ama a su venenosa como puede, yo amé a mi /venenosa,/imposible sacarla de mi seso.

Como no ser su cómplice si también amé a mi propia venenosa, una vez me enseñaron a sacarme el corazón con una cuchara, voy con una de plata en mi chamarra de cuero larga, la escondo para que ella no la vea, pero el maldito músculo se hizo exhibicionista. Yo también amé a mi mafalda que es la hija de su Mafalda. La “damita” le decía, y ella no sentía mucho aprecio por el señor Rojas, a regañadientes se fue a vivir a Chillán, siguiendo a su madre. Él le vio danzar adolescente por su casa chillaneja de paredes azul maya. Soy partícipe de su tango fatigado y cacofónico; del arrastrar cadenas, del arrastrar piedras en aquel (…) Río/ Turbio abajo hasta la Antartica (…) que también fue mío, yo que tengo bastante menos que sus setenta veces siete.

Gonzalo representa todo lo que detesto de los anímales literarios, representa el dejarse adular por los serviles ademanes de personajes como Tulio Mendoza. Su existencia contingente es la instigación de los premios que, si bien es justo su merecimiento, por qué participar en su gestión.

A Gonzalo Rojas quisiera creerle cuando en su Pacto con Teillier dice ¡yo/también soy alerce y sé lo que digo! Aunque me basta un par de luciérnagas alumbrando un camino libre de claudicaciones. Y si sólo quedan tumbas de luciérnagas habrá que quitar de los insectarios del mundo los alfileres de los cuerpos casi partidos de la palabra libélula. Me basta con que nos deje un par de esdrújulas libres de toda jaula.