sábado, 8 de enero de 2011

MI PERSONALÍSIMO DUELO POR GONZALO ROJAS








Leonidas Rubio


Nota: No me hago responsable de lo declarado en este texto. Me encuentro bajo locura temporal.



Viví en Concepción durante 1989 y 1990. Si bien yo estudiaba música en el Conservatorio de la Universidad del Bío-bío, estuve siempre involucrado en la actividad creativa e intelectual de la Universidad de Concepción donde mi hermana era estudiante de Magíster en el departamento de Español. Ella es actualmente Doctora y académica en la misma facultad de Lenguas. Como es sabido, don Gonzalo fue académico de aquélla y Director del Consejo de Difusión Universitaria hasta que en 1970 pasó al servicio diplomático en el Gobierno de Allende y luego al exilio.



En 1990 fui integrante del Taller de Poesía de la Universidad de Concepción dirigido por Floridor Pérez. Por estas vías la presencia de Gonzalo Rojas era asunto tutelar en mis quehaceres iniciales como escritor y poeta de oficio, que no de profesión, si es que existe tal. Ese mismo año, 1990, don Gonzalo fue el eje gravitatorio de un Encuentro Regional de poetas en la Universidad y fue nombrado Profesor Emérito del Departamento de Español. En esa calidad, su voz, opinión y figura eran influyentes en Lenguas, si bien ya no daba clases presenciales. Me acostumbré a verlo en los pasillos pero hablé pocas veces con él. Debo reconocer que me producía lo que en Derecho se conoce como “temor reverencial”. Era carismático, de modales histriónicos pero elegantes. Se sabía centro de atención permanente y no sé si le era cómodo. A veces era rígido y algo huraño. Su sentido del humor era punzante, más bien sardónico. Era un hombre de grandes lealtades y también de grandes odios. Nunca lo vi genuinamente interesado en la actividad literaria de los jóvenes. Su apadrinamiento literario era buscado con desvergonzado oportunismo por muchos que no vale la pena nombrar. Hay uno que se hizo célebre por su falta de escrúpulos, actuando de improvisado lazarillo del maestro, adelantándose a sus pasos para abrirle la puerta y tropezándose para llevarle el maletín. Creo que Don Gonzalo se rindió por cansancio y alguna vez desgranó palabras elogiosas a este poeta, que por lo demás no es un mal poeta. Pero el Viejo sabía hacer las cosas de tal modo que la verdad siempre cristalizaba. Encontraba el modo de dar pistas cuando no era sincero sin perder la ambigüedad caballerosa. Era egocéntrico en niveles superlativos, pero sabía serlo con agradable fineza. Por lo mismo era siempre disidente de algo, siempre insobornable y terco. Seguramente habría sido un complicado embajador en Cuba, toda vez que en su breve paso como encargado de negocios en la isla llegó a experimentar la misma percepción que Jorge Edwards relata en su Persona non grata, libro que don Gonzalo llamó “pieza mayor del memorialismo chileno”. No obstante no le desagradaba jugar, entre otros roles, el de ícono de la izquierda penquista, si bien me consta que desechó ofrecimientos de militancias visibles causando decepción en no pocos. Compensó esas quejas con una actividad política periférica y sutil pero no menos teñida de esteticismo demagógico. Le gustaba leer su poema a Miguel Enríquez y recibir el aplauso fácil de los jóvenes. En cambio en las ceremonias lo fui viendo cada vez más encorsetado. Con frecuencia pensé que estaba harto de tanto homenaje doméstico. No por nada se fue restando a ellos y a mediados de los 90 ya se le veía poco por los pasillos de la U. de Concepción.



Esto ya lo he contado pero viene al caso por última vez: en 1990 compré con sacrificio un ejemplar de “Del Relámpago”. Lo leí en forma compulsiva hasta el amanecer y a medida que la lectura avanzaba se iba haciendo más intenso en mi cuarto el olor a mar que envuelve Concepción y se cuela por todas partes cuando va a llover. Me pareció extraño porque cuando me recogí, la noche estaba estrellada. La poesía de ese libro era lo más intenso y veraz que yo había leído hasta esos 18 años míos. El ritmo, la atmósfera, el repertorio conceptual de ese libro me tomaban por asalto a cada línea. Ya había leído a Anguita y le admiraba pero me incomodaba su catolicismo. Tenía también una antología de Díaz Casanueva pero aún no lograba entrar en la hondura y oscuridad de su palabra. Nunca fui –y de seguro jamás seré- nerudiano, salvo las Residencias que algo me habían estimulado con su prosodia pegajosa, pero nada que se quisiera colar en mi sangre, en mi emoción y en mi palabra como lo hacía este libro. Era una sensación parecida a la que me daba la música, el jazz fusión y la canción de trovadores contemporáneos que yo escuchaba con fanatismo por aquella época. El equilibrio entre compromiso social y libertad de conciencia, entre erotismo y trascendencia, entre metafísica religiosa y escepticismo inteligente simplemente me dejó boquiabierto. Junto con ese peso conceptual estaban la geografía y la biografía viva, el tino infalible para insertar lo anecdótico, las fechas y lugares, los nombres y episodios, sin que el texto desmayara jamás. Yo siempre he sido un sujeto demasiado de piel, vicioso y ocioso en grados abusivos, que puede dejarlo todo tirado por una canción hermosa, un paisaje o la compañía de alguien que me parece deseable. A la vez, rehúyo el ruido y la multitud y vivo ansioso de los espacios íntimos y mi verdadera identidad está cifrada en secretos. La lectura de “Del Relámpago” me hablaba de todo eso: era el deseo y el placer de puerta cerrada, la locura y la rabia, la tierra y el cielo, la música y el verbo tal y cual como yo lo sentía y como yo quería seguirlo sintiendo: era el suspenso de la porfiada pequeñez en la que uno siempre se percibe eterno. Nunca había sentido tanta identificación con una lectura, salvo talvez mi experiencia a los 14 años con Demian o algunos pasajes de Zaratustra. Pero aquellos eran aún demasiado teóricos como operación del texto, demasiado planificados como relato o filosofía que son. La lectura de “Del Relámpago” me trasmitía la espontaneidad y la humanidad de alguien que más que escribir la idea, la estaba respirando, murmurando a mi oído. Si alguien me podía hacer sentir eso con un poema, mi ocupación será, me dije, de aquí en adelante buscar el modo de convocar esa misma sensación en los otros, cuestión que no daré por posible sino hasta que mis textos me lo hagan sentir a mí, desdoblarme y verlos como un secreto de otro que me habla al oído. Ni siquiera tengo memoria exacta de cuando escribí mi primera “poesía”. Pero es ahí, a los 18 años, con la lectura del libro “Del Relámpago”, que me sentí llamado a entrar en las palabras como cosa propia, y ya no me interesó nunca más escribir “poesías” sino escribir vida. Esa experiencia se me grabó con un hecho aparentemente fortuito pero que he jugado a retener en mi memoria como una revelación numinosa: cuando terminé de leer el ejemplar y repasé varias veces las últimas líneas:



la realidad detrás

de la realidad pero

desde el relámpago



así, con su diagramación rectangular y frágil, como nadando perdidas en una página sin título, en ese momento en que redistribuía las 3 líneas poderosas con alternancia de vocalizaciones en mi asombrada murmuración de adolescente desquiciado, no hago más que apagar la luz para intentar conciliar el sueño cuando sobreviene el potente trueno, seguido de un relámpago que casi sentí chasquear en mi propia ventana. El aguacero penquista continuó salido de una orquesta invisible que tocaba para mí todos los formatos: las guitarras eléctricas del rayo, los bronces de las hojalatas en los techos, el arpa y los teclados de las gotas de diverso calibre. Me aplacó una felicidad angustiosa y entre risa y llanto atorado me dormí esperando un acabo de mundo.



Don Gonzalo tenía giros insospechados que daban pavor. Una vez en Talca lo fui a saludar después de una lectura. Algunos jóvenes lo rodeaban para que le firmara libros recién comprados. Yo llevaba conmigo mi atesorado ejemplar de “Del Relámpago”. Me puse junto a él sin esperar que me reconociera después de tanto tiempo. De pronto me dijo sin mirarme “¿y ese libro?”. Le respondí “Es mío pues”. Me miró con severidad, me arrebató de las manos el ejemplar y lo firmó diciéndome: “¡Ahora es tuyo!”. Remarcaba las palabras casi paladeándolas. Me dijo luego, “Saludos a tu hermana, esa chiquilla inteligentísima”. Y caminó como recién bajado del Olimpo.



Con los años vi caer a mi maestro desde ese firmamento de honor en que me lo habían situado la naturaleza en alianza con su palabra. Lo vi chochear y dar la lata mil veces con las mismas historias. Con la aparición de “Río turbio” tuve la sensación de una traición personal. No sólo por el humillante tratamiento de su relación con Mafalda Villa sino por hacerse patente en aquel volumen el uso de trucos y muletillas que delatan su escritura mayor pero que son ya una especie de estiramiento forzoso y remedo de sí mismo. Allí donde “Del Relámpago” fluye “Río turbio” se estanca, donde el primero brilla el segundo se empaña, donde el primero desatora misterios el segundo los retuerce y empobrece. A Mafalda la conocí en el taller de la Universidad el año 1990, en la instancia que ya he citado. Hasta ahora no entiendo que don Gonzalo no haya podido medir su afán de venganza despechada con su autenticidad de artista y haya sido capaz de hacerle ese fastidio, no digamos a una persona en particular, sino a su propia trayectoria y lo que es peor, a la poesía universal. Que describiera de modo tan burdo, con un texto plagado de cacofonías, las posiciones amatorias en la cama china aquella y perpetuara versos tan penosos como “yo andaba en la edad de los patriarcas / intacta sin embargo la erección”, era una afrenta a lo que yo había vivido con su lectura. Hay cuestiones que escapan a lo comprensible para mí, como el hecho de que donara su biblioteca personal a la Universidad Andrés Bello y no a la de Concepción, en la que sirvió y de la que se sirvió para provecho mutuo. Me declaro perplejo. Conozco de fuente directa varias historias de entredichos aún más sospechosos, intrigas y mezquindades que harían estragos, pero tengo pactos de silencio que incluso un bruto deslenguado como yo sabrá respetar siempre. Por cierto, al saberlas y cotejarlas con sus últimas obras me sentí estafado y creo que lo odié por bastante tiempo. Su vejez y su silencio de los últimos años me devolvió al ser humano tras la circunstancia y su enfermedad reciente me habían hecho retomar lo permanente, el maestro que fue una vez para mí. Ahora su partida física me da ese estado de decantación sabia y reposo de ánimo que produce la muerte de un padre contradictorio, afectivo e hiriente, aleccionador siempre, por la omisión o por la obra. Muchos hemos perdido algo pero reconozco que yo le echaba de menos desde mucho antes. ¡Cuánta falta me hizo en vida! Nada que la muerte vaya ahora a agravar. Todos vimos como se alejaba en la misma medida que se fue volviendo una institución. Los poetas de Concepción irán, (iremos, en muchos sentidos me incluyo en esa República poética) haciendo nuestro filtro y nuestra procesión interna ahora. Algo de nuestras historias cierra un capítulo también y no se diga como se suele decir, que para muchos ya estaba cerrado. Así para mí, para Cecilia, para Mafalda, para Alexis, para Jorge, para Alfonso, para Marina habrá un saldo y cada cual tendrá en mente su propio epitafio, ya que él nunca supo escribir bien el suyo. Sea cual sea, que nadie mienta ahora negando que una vez lo veneramos.