jueves, 27 de mayo de 2010

POR ESTA PIEDRA CONOCERÉIS TODAS LAS OTRAS

Leonidas Rubio

I

El plazo de la identidad

Tal vez este sea un acto fallido: un poeta es editado y presentado por poetas, y pronuncia estas palabras ante una audiencia integrada principalmente por poetas. Es decir, un monólogo, una tautología.

El libro cuyo ritual de vuelo inauguramos hoy comienza con el balance de un primer estadio publicado por esta misma firma editorial el año 1994. En mis archivos se llamó “Plazos de Emergencia”. Al momento de publicar castigué el sustantivo abstracto por pudor. Hablé de “Cuadernos”, que eso también es. Hoy retomo mi proyecto inicial desde una fórmula frondosamente inédita donde he vuelto a dar a aquellos cuadernos el cuerpo que siempre tuvieron: espacial y temporal: un plazo que emerge y un plazo que urge.

Esa colección de versos me enfrenta al hecho sintomático del primer balbuceo: así, Cuadernos de Emergencia vino a ser mi pecado original. Con una reproducción de "La muerte de Orfeo" en la contratapa, un grabado renacentista anónimo que hoy reponemos en esta Piedra Negra como un recuerdo de ese crimen atávico que todos hacemos posible a diario. Y con estas palabras de Cristian Cottet en la solapa: "Como un reflejo yuxtapuesto de situaciones, su poesía entra de lleno en el mundo de soledad, abandono y desesperanza que genera la sociedad donde habita el poeta." Y como suele ocurrir con todo primer libro, se ha convertido aquél en mi acta de bautismo, mi pozo de extracción, el ADN de mi poesía. Mi oficioso editor puso a cargo de la presentación del libro a Jorge Teillier, a quien no llegué a conocer en profundidad, ni menos aquella noche en que, huidizo poeta de los últimos refugios como sólo él era, antimoderno insobornable, decadente en su esplendor de fama sin fortuna, encubrió sus impresiones con travesuras y chismes humorísticos mientras los asistentes lo miraban como se haría con un profeta o una estrella de rock, cuestión que no le disgustaba. Pero eso no era asunto mío. Corría la década de los noventa, y yo aún era demasiado egoísta como para dejarme afectar por las pretensiones de nadie. Por entonces me proponía mi propia juglaría, y quisieron las múltiples inquisiciones de mis edades medias personales, que terminara viendo separarse la poesía del instrumento.

Pero mi aventura nómada empezó antes aún, a fines de la década de los ochenta. Desde mi natal San José de Buenavista de Curicó partí a Santiago y antes aún a Concepción, buscando no sé qué espejismo. El pasado, ya se ha dicho, es raíz y surtidor inagotable. Hay que tomar el pasado como a un cuerpo disecado sobre una mesa de disección e inquirir en él todos los cálculos posibles como haciéndose permanentemente la propia autopsia. Sólo así se entiende el presente si acaso este fuera posible como puente entre víspera y nostalgia. Yo me miro en el pasado como en un lago cenagoso. Le soy fiel como a una religión. De él intentaré extraer ahora, para ustedes, algunos signos que -ojalá no me equivoque- merezcan repetirse.


II

Ruido de taller

En 1990 vivo en un limbo. No conozco la prisa, y si mal no recuerdo, era dueño del mundo, yendo y viniendo por los pasillos del Conservatorio y del Departamento de Español de la Facultad de Lenguas de la Universidad de Concepción. Llego a saber de contubernios, alianzas, miserias y grandezas de aquellos hombres que han dedicado su vida a la ciencia literaria, llevando el nombre de su Academia más allá de nuestras fronteras. En marzo de ese año se llama a un concurso de poesía regional para seleccionar a 10 postulantes que formarán parte de un Taller impartido por Floridor Pérez al alero de la Universidad. El jurado está compuesto por los profesores Mauricio Ostria y María Nieves Alonso, además del propio Floridor, quien ese año es escritor en residencia, becario de la Fundación Andes. Reconozco a Floridor en un pasillo de la Universidad, me presento y le entrego personalmente unas hojas encuadernadas con mis poemas. Las hojea en mi presencia, celebra el verso ancho y la estrofa de versículos con margen interior, por "inusual entre los jóvenes". "Tiene algo de rokhiano", me dice, seguido de un "mereces estar", pronunciado con tono de perdonavidas. Vuelvo a casa bajo la persistente llovizna penquista sintiéndome una masa en expansión. Entre los integrantes de aquel taller recuerdo con especial detención a Janette Hueitra, estudiante de Química venida desde Chiloé, donde fue miembro de la última hornada de jóvenes poetas de Aumen, el taller fundado por Carlos Alberto Trujillo en 1975. Su poesía era contingente pero atenta a las sutilezas de la frágil condición humana. Ella decía preferir mi estilo mordaz y barroco de entonces. Nos admiramos mutuamente. Al siguiente verano ella volvió a Chiloé y no volvimos a vernos.

Estaba también allí Marcelo Rioseco, que se obligaba a la originalidad. Estudiante de Ingeniería y mayor que yo en varios años, le recuerdo con su aspecto vampirezco que él acentuaba con anchos abrigos de los que a veces sacaba un libro de De Rokha y lo arrojaba con estruendo sobre la mesa diciendo: "este es el remedio a todos los males". De escasa conversación, su turno en las lecturas de taller no era esperado con mucho entusiasmo. Nunca nadie podría haber imaginado que en 1994 este autor ganaría el codiciado premio Revista de Libros de El Mercurio con su libro "Ludovicos". Cuando leí trozos del libro en un escaparate, observé que así como en 1990 Rioseco aprendía a silabear en De Rokha, en esta oportunidad lo hacía parafraseando a un Huidobro de primera lección, de cuyo Altazor el Ludovicos era una triste caricatura. Pero bien dice don Gonzalo que los premios son "disipación y estruendo": hoy nadie recuerda el libro de Rioseco, como los de tantos otros flamantes ganadores de laureles de un día.

Y a propósito de Gonzalo Rojas, debo decir que recuerdo nítidamente a otra integrante de aquel taller de la Universidad de Concepción de 1990: Mafalda Villa. No la recuerdo por sus poemas, de los que a decir verdad jamás acusé recibo. La recuerdo porque ella da la medida de mi ruptura con el estilo rojiano y me abre de lleno a una disyuntiva vital: hasta dónde merece exhibirse la experiencia compartida e incorporar lo cotidiano como material literario cuando esto exhibe de paso la intimidad de una persona real. Me pone en definitiva frente a un problema ético. Pero también frente a un problema estético. El anecdotario es germen nutriente del género testimonial (como lo es este discurso sin ir más lejos) pero en poesía su conveniencia es más esquiva. La poesía está reservada para más altas intenciones que dar evidencia de la capacidad sexual en la edad senil, máximo cuando ponemos por testigo a alguien que no tendrá oportunidad de defenderse. Así las cosas, cuando leí en Río Turbio, de Gonzalo Rojas, líneas como esta: "Amé a una muchacha de vidrio / transparente y bestial este verano... /... el epicentro de su rotación / y traslación era el fornicio... / todo se hizo difícil, amaba a otro / y yo andaba en la edad de los patriarcas / intacta sin embargo la erección / aunque lisa y llanamente amaba a otro..." Luego en "Rock sinfónico": "Mafalda era la ciega", "me empujaba casi fuera de la cama", etcétera, pensé claramente que hay una edad para hacer obra y otra para esperar la Parca. Así el poema "Adiós a la concubina" dedicado a la altiva Mafalda, pasa a ser también un adiós a la magia. Y mi ex condiscípula en el taller de 1990, Universidad de Concepción, no habrá ingresado a las páginas de la poesía chilena por sus propios escritos sino por haber inspirado las páginas más mediocres de uno de los suyos, al que se acostumbra tener por maestro. Pero en honor a la verdad recuerdo no menos que aquel desaliño el otro portento de esos mismos años adolescentes, cuando la noche en que me tendí a leer "Del Relámpago" -a mis dieciocho- el cielo estaba aún estrellado y conforme yo leía de corrido hasta el amanecer las 311 páginas inmejorables, el viento del noreste, anunciador de aguaceros, que sopla desde el mar internando en Concepción el olor del puerto de Talcahuano, se fue colando por las rendijas de mi puerta, coincidiendo exactamente la última página con un trueno seco que sacudió mi casa en Laguna Redonda, justo allí donde dice "la realidad / detrás de la realidad / pero desde el relámpago". Cerré el libro como en estado de trance y apagué la luz. Los fotones eléctricos envolvían el cuarto cuando, aún con el regusto de los versos clarividentes, oí llegar el estridente diluvio sureño. Agradezco a Don Gonzalo ese milagro.

Mi relación con Floridor Pérez está marcada por una tensión de tutor mañoso a pupilo irreverente. En un ejemplar de su libro "Chilenas y Chilenos" me escribió la siguiente dedicatoria: "Apuesto a que este poeta se vencerá a sí mismo y triunfará". Aún no entiendo qué pudo querer decir y presumo que él tampoco. Cuando a mis 24 publiqué Cuadernos de emergencia me dijo con tono despiadado: "Menos mal que avisaste que era una emergencia". Yo le respondí: "No todos podemos estar condenados a Marte. (El año 1993 Floridor Pérez publica el libro "Memorias de un condenado a amarte"). Él rió con sorna, como lo haría el reverendo poeta popular que dicen que es. Pero le aprecié y no olvido que me honró con su hospitalidad: comí en su mesa. Por esos días el ocaso de los uniformes en el gobierno nos daba a los jóvenes el júbilo de lo diferente. Embriagados de entusiasmo llegamos a ser una variación poco feliz del Rey Midas: todo cuanto tocábamos se convertía en ídolo. Los nuevos héroes eran los candidatos que encendían a las muchedumbres con sus promesas de alegría. Los fusiles cambiaron de palacio, pero antes dejaron una vergüenza en la poesía: dieron a Eduardo Anguita el Premio Nacional de Literatura, utilizando mezquinamente a ese maestro. No hay mal que por bien no venga, es poco probable que en los años sucesivos Anguita hubiese alcanzado tal distinción. En cuanto a Don Floro reconozco no saber bien qué nos distanció. Un día me dijo: "Sabes cuando dejé de creer en ti? Cuando insististe en publicar ciertos poemas que ni a ti mismo te gustaban, para que no se perdiera el momento en que los hiciste y yo diría por porfiado..." Claro, tiene toda la razón. Y creo que sigo siendo ese porfiado. Sin embargo cuando obtuve la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro y la Lectura por la 7° región el año 2000, mi amigo el poeta Alfonso Sánchez le oyó decir con orgullo "¡A Leonidas yo lo descubrí el año '90!". De nuevo le doy la razón, pero exageraría si le soy agradecido por un hecho que en mucho modos, escapa a las voluntades.

El año 1991 obtengo el primer logro que consagra mi dedicación al oficio poético: 2° lugar en el concurso Letras del Sur, organizado por el departamento de Castellano de la Universidad del Bío Bío sede Chillán. El concurso recibió postulaciones desde la VII a la XII regiones. El jurado estuvo conformado por los poetas Jaime Quezada (entonces presidente nacional de la SECH), Sergio Hernández y el crítico Carlos Ibacache (presidente de la Sociedad Literaria Ñuble). El primer lugar, nunca sabré por qué feliz sincronía, lo obtuvo Cecilia Rubio (hoy doctora en Literatura Hispánica por la Universidad de Montreal) con la colección "Imágenes en Blanco y Negro". El tercer lugar fue para el ahora narrador Sergio Gómez, quien por razones fáciles de adivinar hizo correr el feo rumor de que yo era el autor de los poemas de mi hermana. Después de este evento el futuro autor de "Carlos Marx nos vemos en el cielo" abandonó la poesía. No es algo que se lamente, aunque recuerdo haber leído con admiración a fines de los ’80 un poema suyo de cinematográfico título: “Momentos en que deseo ser recio y fuerte como el impermeable de Hampry Bogart”, hoy inhallable.

En más de un sentido creo que ese taller de Concepción en 1990 fue la antesala del que pasaría a integrar al año siguiente, ya en Santiago. Recuerdo los preparativos y no puedo menos que sorprenderme de mi candidez provinciana, cuando creí estar ad portas de un cenáculo de elegidos. Para preparar mi material consigo una vieja máquina de escribir Olivetti a la que se le salta el carro cada 10 golpes y tiene la letra o quebrada, de manera que debo completarla en forma manual, a lápiz. Tras pocos días de cerrado el concurso recibo la llamada telefónica de Floridor quien me reprende "por la presentación poco profesional de mis papeles" a la vez que me confirma como seleccionado. Paso así a pertenecer a una élite que desde afuera se adula, se envidia y se chaquetea por no pocos: el grupo de jóvenes poetas becarios de la Fundación Neruda, "la fundición". Tengo entonces 21 años y todo me parece, como es natural a esa edad, una cuestión de vida o muerte. Pese a todo creo aún hoy que los talleres de poesía de la Fundación Neruda han nutrido el panorama de la poesía chilena contemporánea de manera singular. La historia de la poesía chilena de los años '90 en adelante no podría escribirse sin nosotros, mal que les pese a algunos. Pero vamos por parte, queda paño por cortar en esta vuelta.

Debe decirse que mi promoción del Taller de poesía de la Fundación Neruda, la de 1991 –aprovecho de hacer fe de erratas respecto de la información de la solapa de Piedra Negra, donde se dice que integro ese taller en 1990, error enteramente atribuible a mí, sin discusión- debe ser a todas luces una de las más estériles en la trayectoria de esa institución. No lo digo yo, sino los hechos y las duras cifras. Allí comparto la mesa con Cristian Gómez, en quien gané un compañero de ruta y un amigo hasta hoy. Mención aparte tiene la participación de las dos únicas mujeres del Taller de esa promoción, las poetas Isabel Larraín y Nadia Prado. Recuerdo a la primera siempre elocuente y culta con la cita a flor de labio y su caballo de batalla siempre listo: la crítica estructuralista. Su propuesta poética resultó insólita. No eran poemas suyos sino grafitis fotografiados de las paredes interiores y exteriores del Hospital Psiquiátrico de Santiago. Las oraciones cuyo soporte eran los muros hacían alusión a concepciones delirantes sobre Dios y la soledad, así como el ya conocido tópico de la locura, sus límites y su relación con el genio. En la sesión de taller dedicada a su análisis el proyecto nos parece pretencioso y rebuscado, cercano al arte postvanguardista propio de los años 60, falto de inspiración y riesgo creativo personal, aunque nadie le desconoció una esencia inquietante de arte germinal, pero distante de la poesía. Se le situaría, lo veo hoy casi 20 años después, más bien en los márgenes de la plástica. Ella defiende ardorosamente su proyecto afirmando que los juicios poco entusiastas de nuestra parte responden a una falta de capacidad para la comprensión del sentido de los textos-fotos-grafitis. Nadia Prado intenta apoyarla discretamente argumentando que dicho proyecto es provocativo y audaz, por consiguiente suscita miedo y eso lleva a la falta de una justa comprensión por nuestra parte. Es decir, si la autora nos llamó ignorantes, su aliada nos llamaba con toda elegancia, cobardes. Finalmente se da lo impredecible: luego de 6 meses de hacer uso de la beca y asistir regularmente a las sesiones del taller, la dupla cesa de asistir sin mediar explicaciones. No es sino hasta diciembre de ese año cuando se devela la incógnita. Mientras se realizaba la lectura pública de finalización del taller en el marco de la Feria del Libro realizada en la Estación Mapocho, Isabel Larraín acompañada de una obsecuente Nadia Prado interrumpe la lectura con estas palabras: “Este es otro lugar por donde no pasa la poesía”. Adicionalmente acusa de falta de rigor el método empleado para las sesiones de trabajo, agregando acusaciones de autoritarismo contra Jaime Quezada. Se desata una catarsis de iras y palabrotas de dimensiones babilónicas. Alguna silla cae, las causantes del embrollo se han ido y ya nadie tiene muy claro por qué se discute. El sabotaje cumplió su objetivo. No puedo dejar de agregar que siempre me ha sorprendido leer en las solapas de libros de estas dos autoras su condición de ex miembros del Taller de la Fundación Neruda, en circunstancia que ambas renunciaron y despreciaron ostentosamente dicho espacio.
¿Y sobre aquello qué más puedo yo decir? Desde luego nada. Yo he visto poco, yo apenas me he asomado a estas cofradías desde mi condición de invitado de piedra. Siempre miro desde afuera, nunca estoy sino de visita en todos lados. Es sabio no mirar aquello que sólo dará pie a murmuraciones. Al fin y al cabo Chile no es más que un gran conventillo donde se hace conveniente pasar rápido por el pasadizo e ingresar a la pieza de uno como quien se pone a salvo.


III

Los mayores

Y abandoné toda motivación gregaria. Hice mi propio saldo de las letras chilenas. Díaz Casanueva fue coherente con la necesidad de trance que mi voz iba teniendo. Vi una vez al autor de El Sol Ciego poco antes de su muerte en esos mismos años finiseculares. El lugar: el salón auditorio de la Universidad Católica. Los viejos consagrados se sucedieron con aire de prócer. Entonces fue el turno de don Humberto. Apareció vestido como para regar el jardín. En cierto modo lo hizo. Leyó algunos pasajes de El Blasfemo Coronado y de La Hija Vertiginosa. Poco faltó para que fuera abucheado. De entre la turba salían ecos en sordina y cobardes rechiflas sin rostro. La audiencia no pudo con los versículos tensos y metafísicos del gran maestro. Por lo demás la lectura pública no era habilidad que le interesara cultivar. Al llegar de su exilio había declarado desahuciados los recitales de poesía, apelando a las muestras de artes integradas, multidisciplinarias, ya a mediados de los ochenta. Otra razón para considerarle un visionario. Y por donde quiera que se vaya uno con Don Humberto se llega a Rosamel, qué duda cabe, y de vuelta a Anguita, y en el antes y el después de esa búsqueda ansiosa de parentescos, una lacerante pregunta: ¿cómo elegir las influencias?

En honor a la verdad nunca existió para mí un Huidobro. Lo que yo conozco es Altazor, autor de un personaje llamado Vicente. Y puse ese nombre entre los míos con un sabor culposo. Los todavía jóvenes poetas de los noventa pedíamos siempre un cuartel con un dejo a renegado, alternando entre unos y otros, impostando arengas como si estuviera pendiente la última batalla de un eterno Apocalipsis. Los noventa fueron los años del reciclaje rokhiano y con él fue renombrado tácitamente el panorama olvidado de las vanguardias, con todo su arrojo adánico escaso de lógica pero siempre ávido de sistematización falaz, de programa semi racionalista, de solipsismo y de entelequia. Me puse fuera. Y donde puse la vista sólo vi oportunos mitos. Hasta hoy hago a diario mi saldo y quiero ver poetas donde los demás han puesto esfinges, se los juro: en cuanto a Gabriela, quiero ver la poeta detrás de la mujer que tantos presentan como “modelo de vida” y que sólo veo una y otra vez negándose a sí misma, pasando al hijo por sobrino, pasando por secretaria a la amada, después de proclamar la maternidad y el amor como ejes de su palabra, huyendo de ambos principios, siempre escondiéndose. En cuanto a un Pablo, quiero ver al poeta detrás del megalómano, del ogro provinciano patriarcal y fóbico a toda diferencia, potencialmente exterminador y vociferante, coterráneo mío, nacido en Licantén, a pocos kilómetros de mi San José de Buenavista, hoy convertido en estatua de palo frente al ojo de la depredación química de los bosques, allí donde todos quienes lo exaltan me ametrallarían con gusto. Y en cuanto al otro Pablo, quiero ver al poeta detrás del Premio Stalin de la Paz, detrás del operador militante, detrás del ícono en todas las banderas de los que se consideran buenas conciencias y desdeñan entrar en los dominios aún demiúrgicos del adolescente de calle Maruri. Créanme, toco a sus puertas y siempre quedo afuera porque sólo voy detrás de poesía. No me interesan las máscaras. ¿Dónde encontraré a los míos? Me soplaron vientos contrarios y como susurro llegó a mi oído un nombre atormentado: Omar Cáceres. ¿Quién me lo dictó? El único que mantuvo latente ese nombre antes de la fiesta de las reediciones: me lo dictó Miguel Serrano, el paria, el gran hereje de nuestras letras, el aristócrata bizarro, siempre entre la hidalguía y la marginalidad, entre la genialidad y el delirio. ¿Necesito salvoconducto ahora o deberé firmar en alguna parte un certificado de buena conducta? No hace falta, poco o nada tengo que hacer también entre aquellas otras huestes. Ni los de allá ni los de acá podrán reír conmigo. Por ambos costados me cuelgan los más variados letreros en el cuello: anarquista, fachistoide, sabandija, rupturista, héroe, acartonado, oportunista, consecuente, patriarcal, marica… ¡Qué comedia de heterónimos podría alimentar mi modesta trayectoria hasta este libro! A menudo creo ser ese personaje que vagaba por los bosques en Dead Man, la iniciática película de Jim Jarmusch, ese indio expulsado de su tribu que llevaba por nombre “Nobody” y era conocido como “El que habla muy alto y no dice nada”, porque tal vez los otros hablan demasiado a ras de tierra, allí donde están a salvo en sus cómodas trincheras, devenidas ya en poltronas después de caer en desuso tras las guerras agotadas. Una vez se lo dije en una carta al autor de “Ni por mar ni por tierra”. Corría el año 1999 y me respondió diciendo: "…déjese guiar por su más profunda intuición y por la Poesía. Aquí nadie le puede ayudar, sino sólo usted mismo." ¿Qué otra cosa me queda sino seguir la estrella que para bien o mal me ha tocado?


IV

Maule propio

No necesito amar mi punto de origen para entender que su destino, el mío y el de nuestro país están imbricados. A los 3 años vi encenderse el cielo de Curicó cuando una acción paramilitar hizo estallar el gaseoducto de Teno, a mediados de 1973, ese año en que vi a las mujeres de mi casa quemando libros al fondo del patio. Fuego sobre fuego. Eran divertidas las grandes hogueras.

En los márgenes del río Maule tuve una experiencia mística, frente a una bandada de buitres que merodeaban un cordero muerto. Creo que el olor de la carne podrida me indujo alucinaciones y me hice adicto al aroma de la proteína descompuesta. En los márgenes del río Maule tuve el descubrimiento del cuerpo como un hallazgo milagroso, y aplaqué con sus aguas el ardor de mis primeros juegos eróticos compartidos con algún amigo, de esos que sólo se ven en vacaciones. Sí, puedo asegurarlo, no tengo sentido de pertenencia, pero sí punto de origen. No sé hacia donde deba ir ni me interesa, pero sé desde dónde he partido, qué agüeros, estigmas y atavismos habrán de perseguirme.

En una página de Cuadernos de Emergencia dejé escrito el nombre de dos guerrilleros que protagonizaron un hecho de sangre en la pre-cordillera frente a mi ciudad, en el caserío de Los Queñes. El entorno: los rápidos del río Teno y cruzando la arteria portentosa, la sierra y la voluptuosidad botánica. En un risco está la casa del germanista Otto Döor, poeta a su manera, que acaso habrá escuchado en las auroras queñinas el llamado de los ángeles de Rilke. Allí me perdí una noche sobre los 800 metros de altura y fui rescatado por lugareños, después de cruzar el Puente Cimbra rehaciendo la ruta de aquellos dos insurgentes, no por honor de sus banderas que no eran ni son las mías, sino por el convite trágico de la fatalidad, el aliento fúnebre que siempre llama más y más adentro de la boca del lobo. Esa noche cambió mi ritmo, el sentido de orientación y vibración de mi palabra. Para que la palabra se acere a veces es necesario un tratamiento de choque.

Hermanado por el Maule se me dio uno de mis mayores compañeros en la palabra, Enrique Villablanca. Lo vi quedarse de a poco sin interlocutores. Un día me dice: "Se está muriendo gente que no se había muerto nunca." Así tuvo él mismo su turno, demasiado a prisa, herido por las plagas que no perdonan, privándome de su luz tan pronto como alcancé a vislumbrarla. Enrique fue de otro tiempo. De un tiempo "simputarizado", en que para ir a Constitución (Nueva Bilbao como él la llamaba en feroz anacronismo) se iba en un tren de ramal que tardaba 4 horas. La vida lenta de la aldea de hace 30 años se quedó en su palabra grave y atónita frente a un mundo que dejó de ser el suyo. Por eso tuvo que llenar su casa con objetos terrestres, piedras y artesanías que le devolvieron un paisaje que se le escapaba. No pudo retenerlas sin embargo, ni nosotros lo merecimos por más tiempo. De él también es una parte de este libro.


V

Mi dominio, la muerte

¿Qué es la alquimia para el hombre, sino la búsqueda y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas?

(Fulcanelli)

Dice Jaime Quezada que tener una hermosa infancia es un mal comienzo para la vida. Visto de ese modo mi vida tuvo un buen comienzo. Tener una familia numerosa significa tener muchos muertos y eso no es algo que un niño entienda fácilmente. Pero de la muerte cotidiana se abrió -como un libro capaz de leerse a sí mismo en voz alta-, la alquimia de mis voces y el color de mi vértigo.

Siendo niño vislumbré la magia a través de la alquimia natural que operan las estaciones de la tierra. Cada invierno me habría de ocurrir que un cuadro febril me obligaba a guardar cama durante semanas. Cuando esto ocurría en los meses de lluvia mi sensación en la convalecencia era la de estar a la espera de un acontecimiento prodigioso. Mientras reposaba en la máxima protección, la materia se iba transformando en extramuros para mostrar tras la acumulación de energías gaseosas el negro espesor de la putrefacción redentora. Muchas veces salí del lecho a hurtadillas con el fin de escrutar el secreto de la transformación terrestre, que me anticipaba la irrupción del impulso germinativo. La sensación era no distinta de la que habrá experimentado el artista químico al esperar la madurez de su mixtura mineral. Puedo dar fe del negro más bruno entre la negrura conocida: el tinte de la reducción, azul de tan oscuro. Y he visto el blanco níveo de los gusanos de la licuefacción, que fagocitan el humus en el compost bullente hasta devolverle la fertilidad. Todo ello me condicionó a albergar preferencias por el invierno fecundo, cultivo imprescindible para la promesa del Andrógino, ese prodigio guardado en el calor del vientre alterno, ese homúnculo, ese Hijo de Hombre. La espera de la incubación o la espera de la germinación fueron para mí un proceso místico. Sin ello jamás hubiera podido apropiarme ni una sola palabra. Los libros ocultistas fueron mi Biblia paralela, es cierto, pero no consiguieron hacerme menos ateo que la otra, por antitético defecto. Y de la alquimia sólo he podido aprender una cosa: el cuerpo es el único tesoro. En los juegos de minerales y fieras emblemáticas nunca he podido ver otra cosa que cuerpos. De eso está hecho este libro: cuerpos que se unen y cuerpos que se deshacen, cuerpos que se buscan y cuerpos que se expanden en su contacto, cuerpos que caen y descienden a la putrefacción y cuerpos que se iluminan en el clímax eléctrico del deseo. No tengo otra fuente de inspiración: ni la emoción ni la razón ni las intuiciones mágicas, sólo el cuerpo. Si al hablar de alquimia se hablaba de otra cosa, tal vez no entendí bien, pero prefiero quedarme con mi malentendido.

La pregunta resuena en mis sienes como un escopetazo: ¿Cómo escribir los episodios que marcan la experiencia al rojo vivo y educan más que cualquier academia? El estigma del “tonto solemne” es un fardo muy pesado. Mi palabra quiere reclamar su solemnidad. Quiere ser grave porque su causa es grave.

¿Quiénes han venido conmigo, a quiénes puedo reconocer al fin y al cabo en esta tribu invisible de la que yo mismo me he expulsado? Quiero creer que en este éxodo no declarado adivino las huellas en la arena de algunos que han dado sus libros como bengalas en la noche ancha y ajena, a costa de su propio encandilamiento: Cristián Gómez, Alfonso Sánchez, Vero Jiménez, Cristian Formoso, Alejandra del Río, Jorge Cid cuya Lavia larvaria me sacudió de asombro haciendo equilibrio en la orilla misma de la palabra, parado sobre la fisura de los géneros; Antonio Silva cuya Matria es el estado del ser que será siempre promesa. Adoro cada una de esas palabras suyas, y a todos ellos, casi siempre invisibles como yo, espectrales, definiéndonos a medias entre la sombra y el espejo. Parte de ellos también es este libro. Y de entre las sibilas, leo mi oráculo en Marina con devoción, Marina Arrate, conocedora de piedras duras de pulir, siempre auténtica, siempre instigadora de sentidos nuevos y a la vez vernáculos que me invaden y envuelven como un eco. Pero hay dos en quienes quisiera detenerme, porque sus nombres son rayas en el agua, de esas que no se ven pero que le dan curso sostenido a la corriente: primero, Cristian Cotett, no sólo porque es amigo leal y generoso como conozco pocos, sino porque en su poesía hay un oficio de testimonio que elude todo propagandismo y extrae su palabra desde la ternura lúcida, oficiosa pero cotidiana, desde la memoria desgarrada sin un ápice de resentimiento, con el ritmo y la consistencia ejemplar del que es ante todo poeta. Y el segundo, Américo Reyes, autor de un pequeño libro en esta misma editorial, del año 1995, pero presente desde mucho antes y para mucho después en la poesía chilena, porque es una suerte de pionero del homoerotismo en nuestras letras, mucho antes de que alguien importara el apelativo para llamar a esa corriente, mucho antes de que se pusiera de moda que cada crítico, cada esnob y ahora cada político astuto de este país tenga a la mano su “loca” para que le traiga buena suerte. Me hace sentido recordar una anécdota que cuenta este poeta, que fue cercano por años a la ahora casi mítica Stella Díaz Varín, la que en un primer encuentro personal, compartiendo entre dos una humilde cajita de vino barato, bailando ella en un improvisado estilo flamenco la canción La maza de Silvio Rodríguez, se le queda mirando de pronto y con ojos lacerantes le dice a Américo: “¿Vos soi’s maricón cierto?, ante cuya intimidada pero no menos afirmativa respuesta gestual del poeta curicano agregó ella, con magistral oxímorom que acaso sintetiza de manera inestimable toda la dignidad helénica al respecto, desde Ganímedes hasta Alejandro, desde Platón hasta el mismísimo Whitman, le espeta Stella Díaz, a boca de jarro, con su vozarrón ya legendario acompañado de un golpe seco en el pecho de Américo: “¡Hay que ser bien hombre para ser maricón!”. Que este libro sea también un homenaje a la persistencia y a la honestidad de estos amigos, poetas chilenos náufragos de todas las generaciones.


Y finalmente mi alerta inevitable. Quiero ser el aguafiestas de la pachorra lectora que hoy día evidencia su inhabilidad envolviéndose de marcas registradas que hacen el trabajo fácil administrando a la rápida las etiquetas al uso, conformándose en el silabeo monocorde de lo “queer” o “kischt” o “punk”, fatigadamente repetitivo, con la anuencia de una crítica semi ausente, que parece desinteresada en hacer honor a su propia inteligencia. Permítanme una apuesta nueva con este libro, la apuesta al caballo que corre para atrás, donde sí habitan los invisibles, los que no daremos tribuna para el voyeurismo de nuestras rarezas sin que al menos estén dispuestos a trabajar un referente nuevo, cambiar de catalejo para aguzar el ángulo: la reposición del signo, la salvación del símbolo, la restauración del tabú que conserva las historias vivas de la tribu allí donde se multiplican sus audacias a la par que se intensifican sus heridas, no donde se exhiben como fantasías o artificios o extravagancias de escaparate. Sólo así se hace negación. Se los digo yo, que soy una venerable puta de la belleza desde hace no menos de 20 años y tengo la soberbia de decir que en 1994 dejé escrita en una página y media, en un poema llamado Ellos no publican*, el itinerario de aquellos mordidos en el sexo y en la lengua que transitábamos las calles y las noches de un país hecho pedazos, y quedó dicho a favor de la poesía, quedó dicho el mismo afán que hoy día alguno ha intentado registrar en esfuerzo fallido con 2000 páginas de ripio, que pesan más o menos lo que pesa una corona. Reclamo al lector activo, capaz de penetrar en el discurso desde la potencia arrebatada del signo vivo pero a la vez reclamo al lector pasivo, capaz de dejarse envolver en ese abrazo germinante de la palabra para devolver la magia re-potenciada por su propio estremecimiento. ¡Que nazca de una buena vez para nuestra poesía, el lector moderno!

¿Cómo se hizo lo hecho? No puede ser obra de esta sola vida. Y lo que quede por hacer tampoco será producto de lo que pueda insuflar un sólo corazón. No espero tener longevidad. He vivido muy apretadamente como para eso, por no decir que con frecuencia creo haber vivido dos días en uno, o sea que al fin y al cabo, ya tengo cerca de ochenta años. Ya no partí demasiado joven. Para ello los Dioses tenían que amarme demasiado y yo estoy en deuda con ellos. Mi misión será entonces justificar cada segundo. Hasta saber que todo fue necesario.


Buenavista, 1 al 10, diciembre de 2009



*ELLOS NO PUBLICAN




En las noches con espuma salen estos lobos
Se deslizan por la soga
que sostiene al mundo se olfatean
se asedian por años bajo la suela de la piel
Solamente porque mueren están en crecimiento
y rotan en él trasladando sus bandadas
de un punto a otro de su cráneo planeta
Viven moscas del bien en latitud pómulos fríos
Ellos las llevan impidiendo que se peguen
las revuelven mutuas
como si fuera otra sangre que nos los deja de buscar
como si fuese un semen que se les ha oscurecido
ante el peligro de hacerlos reales entre amor y amor
exagerando lo visible en el vacío
por un círculo impreso en el cordón de la mirada

A ellos les buscan trabajo
estando vivos o muertos


Alimentarse por la bragueta los lleva
hasta los dientes

Tras los muros semimuros es lírica la vida
Tras el hemisferio blando de las ruinas
es líquida
la risa
Tras el trasero de poliuretano
es lírica es cívica la vida

Ellos viven donde empieza la semana
con un difícil minuto de aceite sincero
Sus palabras como su muerte huelen a mal dormir
pero los párpados sucios donde las apariciones
resbalan
cubren la pantalla hasta apagarnos a todos.



(De 1990, incluido en Cuadernos de Emergencia,
Mosquito Editores, 1994)